sábado, 21 de agosto de 2010

:: Alejandra Pizarnik en Para qué Poetas ::



Consta en el registro que Alejandra Pizarnik nace el 29 de abril de 1936. Su raigambre es ruso-judía, y ésa es la identidad que defienden sus padres, llegados a la Argentina tras haber permanecido algún tiempo en París, donde vive un hermano del cabeza de familia,  Elías Pozharnik.

Ya habrá notado el lector una variante en la ortografía del apellido, un hecho atribuible, según la versión de César Aira, a «uno de los muy corrientes errores de registro de los funcionarios de inmigración. Tenía veintisiete años, y no hablaba una palabra de castellano, lo que era el caso asimismo de su esposa, un año menor, Rejzla Bromiker, cuyo nombre pasó a ser Rosa».

Con los Pizarnik instalados en la capital argentina, el árbol genealógico acoge a dos niñas: Myriam y Flora, más tarde llamada Alejandra. El clan ocupa una espaciosa vivienda en Avellaneda, mantenida gracias al negocio de venta de joyería al que se dedica Elías.

El destierro, por doloroso que parezca, es en este caso providencial, pues el resto de los Pozharnik y Bromiker, «con excepción del hermano del padre en París, y la hermana de la madre en Avellaneda, pereció en el Holocausto, lo que para la niña debió de significar un contacto temprano con los efectos de la muerte» (César Aira, op. cit.).

Esa experiencia infantil de Alejandra es bastante liberal, de acuerdo con el criterio de su progenitor. En 1954 concluye los estudios secundarios y comienza un periodo de titubeo académico.

A medio camino entre las aulas de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires y las de la Escuela de Periodismo, la joven procura descubrir una vocación literaria que le anima a seguir el catedrático de Literatura Moderna, Juan Jacobo Bajarlía.

Ya por estas fechas, «la fascinación de la infancia perdida —escribe Enrique Molina— se convierte en ella, por una oscura mutación que cambia los signos, en la fascinación de la muerte, igualmente deslumbradora una y otra, igualmente plenas de vértigo».

Ahora sabemos qué la condujo al taller del pintor surrealista Batlle Planas. Por algo recuerda Aira que los cuadros de Batlle reproducen escenas espectrales, «con algo de Tanguy y algo de Arp o Miró. El interés de la poeta en este tipo de pintura deriva evidentemente de su figuración metafórica; sólo admitió una desviación hacia la pintura llamada naïf, que fue una escuela floreciente en la Argentina en ese entonces».

Al ingreso en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires le sigue una primera decepción académica. Posteriormente, intenta completar la carrera de Letras entre 1955 y 1957. Al final, intuye que su lugar está en la Escuela de Periodismo de la calle Libertad. En concreto, le atrae la cátedra de Literatura Moderna que dicta Juan Jacobo Bajarlía. Gracias en parte a Bajarlía, la mirada fascinada de la joven lectora se posa en Joyce, Breton, Proust, Gide, Claudel y Kierkegaard.

No es extraño que a ese recorrido le siga una clara atracción por los surrealistas. Como han observado diversos biógrafos, este afán surrealista también halla su traducción en la terapia psicoanalítica que sigue con León Ostrov.

Con todo, más allá de estas sutilezas, Alejandra juega a convertirse en reportera, y llega a asistir al Festival de Cine de Mar del Plata de 1955. Pero la experiencia periodística queda apartada en beneficio de otras inquietudes.

En 1955, imponiendo poco a poco su personalidad en los círculos literarios, la joven también conoce al poeta Antonio Requeni, se gana la simpatía de Raúl Gustavo Aguirre y cultiva una amistad casi fraternal con Elizabeth Azcona Cranwell. No obstante, el rastro amistoso de Requeni es menos perecedero gracias a la imprenta. Recuérdese que, tres meses después del fallecimiento de Alejandra, este autor publicó en el Clarín del 28 de diciembre de 1972 la nota Un destino más vasto que la muerte, formando un retablo necrológico junto a dos excelentes poemas de la difunta: «A Janis Joplin» y «Al Alba Venid».

El asma y la tartamudez influyen en su carácter. En vista de semejante aprisionamiento somático, don Elías cuida a su hija: costea su primer libro, La última inocencia (1956), e incluso llega a abonar los honorarios del psicoanalista que intentará poner en orden el desván sentimental de Alejandra.

De hecho, ni la pintura ni la poesía bastan como terapia, y ella experimenta el breve y peligroso fenómeno psicodélico de las anfetaminas. También cura el dolor con analgésicos y frecuenta los somníferos para escapar de la vigilia nocturna.

Con un título alegórico, llega a los lectores la nueva obra de Alejandra, Las aventuras perdidas (Buenos Aires, Altamar, 1958). En este caso, la dedicatoria se dirige a Rubén Vela, quien es compañero suyo dentro del grupo literario Poesía Buenos Aires. Aunque la vinculación de la autora a esta y otras fraternidades poéticas exigiría cierta demora, hemos de conformarnos con recordar acá su amistad con Roberto Yahni y el trato que mantuvo con otras figuras intelectuales, al estilo de Edgardo Cozarinsky y Sylvya Molloy.

Roberto Juarroz, autor de una reseña sobre La última inocencia en las páginas del diario tucumano La Gaceta, enriquece el círculo de amistades de Alejandra y la presenta al círculo de poetas del Grupo Equis, cuyo trato frecuenta hasta este año.

Por otro lado, según nos recuerda Cristina Piña, la escritora de la joven poetisa adquiere un nuevo lustre gracias a ciertas lecturas. En particular, se reconoce en El alma romántica y el sueño, de Albert Béguin, y en De Baudelaire al surrealismo, de Marcel Raymond.

Raymond es un crítico formidable y ese destello que en él identifica Pizarnik emerge con evidencia en las siguientes líneas de este ensayista: «La poesía profunda es un ser que crece como una planta, habiendo sumergido sus raíces en el yo entero; la fantasía más aérea puede engendrar dichos seres, y algunos florecen en el sueño, pero cierto proceso de maduración, cierta tensión espiritual, voluntaria o no, precede y prepara siempre estos partos. Desearíamos ahora que esas imágenes del mundo caminaran en el interior del espíritu, quisiéramos esperar y acechar el instante de su metamorfosis, el instante en que se convertirán en símbolos (como se depositan finos cristales de escarcha sobre una rama invernal) de modo que encarnen a su vez, sin perder nada de su rareza efímera, un movimiento de lo eterno humano».

Pizarnik usa expresiones de esta naturaleza simbólica y las reduce a la dimensión de un poema breve, en la línea de esas diez poesías que le publica la revista Poesía=Poesía en diciembre de 1959 y que, una vez corregidas, reúne en la parte final de Árbol de Diana, titulada «Otros poemas».

El miedo a la muerte, tan abrumador, no es ajeno a este proceso de escritura, y exhibe su importancia al solaparse con el temor a perder la razón.

Alejandra fija su residencia en París desde 1960 hasta a 1964. Durante este periodo cosmopolita, la escritora viene a sumarse al comité de colaboradores extranjeros que convocan los gestores de la revista Les Lettres Nouvelles.

El ángulo de perspectiva para analizar este movimiento debe ser literario, y así debe interpretarse su trato con otro ilustre residente, Julio Cortázar. Repitiendo un rumor que pudo originarse en la propia poetisa, Piña nos dice que Alejandra decía que la Maga de Rayuela era ella, «lo cual puede sonar a pretenciosa petulancia de la poeta joven que revelaba o se inventaba un vínculo amoroso con el escritor consagrado». Y no obstante, «¡qué más natural que identificar a la Alejandra que ‘como una golondrina navega los ríos metafísicos’ con la Maga!».

Claro que no se trata acá de la Alejandra que físicamente estuvo en París y trató a Cortázar, sino de «esa subjetividad que trazan sus poemas y que ‘está dentro del cuadro’ de la misma manera en que la Maga lo está y, por ello mismo, expresa su misma y extrema vulnerabilidad ante ‘la estupidez del día ahí fuera’».

Más arriba he citado a León Ostrov como psicoanalista de Pizarnik. Si bien no hay constancia literaria de sus sesiones terapéuticas, gracias a Ivonne Bordelois disponemos de unas líneas que la joven escribió por estas fechas a dicho personaje, quien además de poeta era profesor de Psicología Experimental en la Universidad de Buenos Aires. «Mi vida aquí va y viene —le dice—, es la corriente de siempre, esperanza y desesperanza. Ganas de morir y de vivir».

El resto permanece en el territorio de la duda: «no sé si volver o quedarme (en mi empleo). Aún no me dijeron que me aceptan definitivamente pero sospecho que así será y después de todo, qué importa volver o no, mejor dicho, importa no volver, importa mi soledad en mi cuartito —que he llegado a querer—, mi libertad de movimiento y esta ausencia de ojos ajenos en mis actos». A no ser por el enamoramiento, «mi vida sería tranquila y posiblemente dichosa, pero esta nueva irrealidad en que me he sumido, este amar absurdo...». Al final, ¿es posible hallar una mejor y más inquietante definición de la extrañeza?

No mucho después de situarse en París, conoce personalmente a Octavio Paz e inicia una fructífera amistad con él. También son significativos para ella las palabras y los afectos de Paul Verdevoye, director del Instituto de América Latina de la Sorbona, Italo Calvino, André Pieyre de Mandiargues y Roger Caillois.

Su actividad no se limita al juego social. De hecho, Alejandra ha de sobreponerse a la inmediatez depresiva y entregarse a una profesión que constituye una buena parte de su identidad: frecuenta las redacciones de las revistas locales, los ciclos de conferencias y las lecturas de poesía en público. Por lo demás, aunque este año concluye Árbol de Diana, el fervor adolescente que conduce sus tristezas y exaltaciones impide que el contento perdure.

Vista desde esta perspectiva, la entrada de su diario correspondiente al 18 de marzo de 1961 explica el jaque mate en el cual se figuraba a sí misma: «Más miedo que antes. Antes mi rostro de niña me excusaba. Ahora, de pronto, me tratan como a una adulta. Ya no me excluyen por mi juventud. Ya no soy tan joven. Mi rostro de niña ya no me protege. Voy a fiestas y me sirven la misma porción, el mismo gesto de indiferencia. Lo descubría ayer. Dije chistes obscenos como siempre y dije varias cosas crueles, pero nadie sonrió con ternura, como solía ocurrir cuando asombraba a todos con mi rostro de niña precoz y procaz ».

Ve publicado su libro Los trabajos y las noches (Buenos Aires, Sudamericana, 1965). También la prensa periódica atiende a su labor, y de hecho, «Palabras» aparece en La Gaceta, de Tucumán, el 22 de agosto de 1965, y los «Pequeños poemas en prosa», llegan a los lectores a través de La Nación, el 21 de marzo de ese mismo año.

Dominada por sucesivas decepciones, viaja desde Nueva York a París y halla esta última ciudad desposeída se su antiguo encanto literario. De igual modo, hace gala de su frialdad política.

He aquí un ejemplo: «Cortázar —le escribe a Antonio Beneyto el 12 de septiembre de 1969— está sumamente politizado desde hace un tiempo. Por lo tanto, si quieres que te responda, escríbele en términos de rebelde enamorado de Cuba mezclado con algo de Rimbaud y sobre todo de Lautréamont. No me estoy burlando de Cortázar, a quien tanto quiero, pero no creo en sus dotes políticas (ni seguramente él tampoco a pesar de sus esfuerzos por engañarse)».

La tendencia hacia la muerte, reiterada en estas páginas como un estribillo que acompaña, velada o explícitamente, a sus versos y piezas en prosa, tiene un colofón que Alejandra sitúa durante la madrugada del 25 de septiembre de 1972. Una sobredosis letal de Seconal sódico es el instrumento elegido para un suicidio que, al decir de algunos, pudo ser accidental.

Cristina Piña, detallista en su narración biográfica, describe lo sucedido en el departamento de Montevideo 980, «en ese entretiempo sin tiempo que transcurrió entre que una amiga la llevara, ya sin vida, al Hospital Pirovano y entregara su cuerpo para que se velara, tapado por la estrella de David como prescriben los ritos». Es entonces cuando los amigos desolados «encontraron las muñecas maquilladas y, junto a sus últimos papeles de trabajo dispersos, un texto perturbador: No quiero ir nada más que hasta el fondo».

En todo caso, según detalla Ana Nuño, la mitificación de su propio fallecimiento «ha acabado produciendo una especie de «relato de la pasión que la recubre con el velo de un Cristo femenino». Abundan los retratos del poeta suicida y Alejandra ingresa en esa galería de espectros añadiendo una etiqueta más a su obra. ¿Alguien discute, a estas alturas, que el malditismo sea un rótulo atractivo?

Como es obvio para Nuño, resultan graves las consecuencias de esa patología consistente en vincular vida y obra. La lectura de todo ello nos conduce a la cuestión del género: «La melancolía, la soledad y el aislamiento, cuando se ponen de manifiesto en la vida de una mujer, son rasgos que admiten ser interpretados como la prueba de un desequilibrio psíquico de tal naturaleza, que puede conducir a su autora al suicidio o la locura. Si es varón el escritor, en cambio, y su obra o vida o ambas manifiestan parecida contextura —la lista es larga, de Hölderlin y Rimbaud a Kafka y Beckett—, ésta suele recibirse como una confirmación del talante visionario del hacedor».

A vueltas con esa conexión entre la obra literaria y la realidad de su autora, Frank Graziano cree que «la obra suicida de Pizarnik sólo puede nombrar una muerte literaria y nunca una real». Es más, el debate sobre si la escritora cometió un suicidio o simplemente erró la dosis, resulta académico en lo concerniente a su creación literaria, pues dicha obra «sólo nombra la muerte que sufrió Pizarnik como autora, como personaje de su propia ficción, cualesquiera que fuesen las intenciones específicas de Pizarnik como persona».


Fuente
Copyright © Guzmán Urrero Peña.


:: Algunos Poemas ::


La Enamorada

Esta lúgubre manía de vivir
esta recóndita humorada de vivir
te arrastra alejandra no lo niegues.

hoy te miraste en el espejo
y te fue triste estabas sola
la luz rugía el aire cantaba
pero tu amado no volvió

enviarás mensajes sonreirás
tremolarás tus manos así volverá
tu amado tan amado

oyes la demente sirena que lo robó
el barco con barbas de espuma
donde murieron las risas
recuerdas el último abrazo
oh nada de angustias
ríe en el pañuelo llora a carcajadas
pero cierra las puertas de tu rostro
para que no digan luego
que aquella mujer enamorada fuiste tú

te remuerden los días
te culpan las noches
te duele la vida tanto tanto
desesperada ¿adónde vas?
desesperada ¡nada más!


"La última inocencia", 1956



El Ausente.

I

La sangre quiere sentarse.
Le han robado su razón de amor.
Ausencia desnuda.
Me deliro, me desplumo.
¿Qué diría el mundo si Dios
lo hubiera abandonado así?

II

Sin ti
el sol cae como un muerto abandonado.
Sin ti
me tomo en mis brazos
y me llevo a la vida
a mendigar fervor.


"Las aventuras perdidas", 1958



Madrugada

Desnudo soñando una noche solar.
He yacido días animales.
El viento y la lluvia me borraron
como a un fuego, como a un poema
escrito en un muro.


"Los trabajos y las noches", 1965


Continuidad

No nombrar las cosas por sus nombres. Las cosas tienen bordes dentados, vegetación lujuriosa. Pero qién habla en la habitación llena de ojos. Quién dentellea con una boca de papel. Nombres que vienen, sombras con máscaras. Cúrame del vacío -dije. (La luz se amaba en mi oscuridad. Supe que ya no había cuando me encontré diciendo: soy yo.) Cúrame- dije.


"Extracción de la Piedra de la Locura", 1968


Cold In Hand Blues

y qué es lo que vas a decir
voy a decir solamente algo
y qué es lo que vas a hacer
voy a ocultarme en el lenguaje
y por qué
tengo miedo


"El Infierno Musical", 1971



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