PEZOA VÉLIZ, UN POETA QUE MIRABA LA LLUVIA
A pesar de que la trayectoria humana y literaria de Carlos Pezoa Véliz no es misteriosa todavía existen desacuerdos de sus biógrafos y estudiosos acerca de la fecha de publicación de algunos de sus mejores poemas y de ciertos detalles claves de su historia.
No hay dudas de que se trata del mayor poeta chileno de comienzos de siglo. Apenas unos diez poemas magistrales lo señalan como una voz inconfundible y de certero vuelo.
Definitivamente Pezoa Véliz fue un innovador de viejos modelos y el iniciador de una gran vertiente en la poesía chilena que a poco andar de su desaparición física -en 1908- tendría continuación en la obra de Gabriela, Neruda, De Rokha e incluso Huidobro. La justicia del tiempo le ha conferido al autor de “Tarde en el Hospital” el lugar que le corresponde. Es el nombre inaugural de un gran siglo de la poesía chilena.
Definitivamente Pezoa Véliz fue un innovador de viejos modelos y el iniciador de una gran vertiente en la poesía chilena que a poco andar de su desaparición física -en 1908- tendría continuación en la obra de Gabriela, Neruda, De Rokha e incluso Huidobro. La justicia del tiempo le ha conferido al autor de “Tarde en el Hospital” el lugar que le corresponde. Es el nombre inaugural de un gran siglo de la poesía chilena.
EL NIÑO DE LA PLAZA ALMAGRO
Nació en Santiago el 21 de julio de 1879 en los alrededores de la Plaza Almagro. Una buena parte de su existencia y del nacimiento de su poesía tuvieron como telón de fondo las calles San Diego, Eyzaguirre, Diez de Julio, Gálvez. Un barrio de obreros, de artesanos, de pequeños negocios, de prostíbulos y casas destartaladas a escasa distancia del centro de la ciudad y de las sedes de los poderes del Estado.
Tenía doce años cuando estalló la Guerra Civil contra Balmaceda. Se decía que el Presidente había violado la Constitución y que era necesario terminar con su dictadura. La gran convulsión comprometió a todos los sectores sociales. Santiago se convirtió en un campo de batalla en el que los trofeos eran los pianos o los sillones de los balmacedistas ricos cuyas casas fueron saqueadas por multitudes desaforadas que arrojaban a la calle cuanto había en los salones.
En uno de sus diarios de vida Pezoa recuerda haber disparado un balazo sobre una pared de la calle Eyzaguirre. Al parecer los regimientos alzados y también los leales repartían armas en los barrios y una de ellas llegó a manos de Pezoa que la usó como juguete. Después se daría cuenta que estaba en el bando equivocado. Balmaceda no era el villano que pintaban los conservadores sino un mandatario visionario y patriota.
No está claro quienes fueron los padres verdaderos del poeta. La madre, al parecer, fue una empleada doméstica y su padre un emigrante español. A los cinco años fue adoptado por el matrimonio formado por José María Pezoa y Emerenciana Véliz. La pareja no tenía hijos y eran dueños de un modesto negocio de venta de carbón, leña y artículos de vidrio en los alrededores de la Plaza Almagro. Se preocuparon de la educación del niño y lo adoptaron con todas las formalidades legales.
El muchacho era rubio y apuesto, de modales distinguidos que le hacían diferente a los adolescentes del barrio. Estudió en la escuela primaria número tres de la Plaza Almagro y en 1892 ingresó al primer año de Humanidades al Instituto Nacional. No duró mucho allí. Era indisciplinado y travieso y le expulsaron. Fue recibido luego en el Colegio de San Agustín. Ahí recibió clases de filosofía, gramática y literatura del profesor Enrique Oportus, un humanista bohemio. No tuvo dificultades para terminar la educación secundaria y dar el bachillerato que aprobó con buen puntaje.
En 1898 no tenía claro el camino a seguir. La vida política del país se agitaba de nuevo. Se creía que era inevitable una guerra con Argentina. Fue reclutado e ingresó al cuartel Tercero de Línea en carácter de guardia nacional, un rango al que era acreedor por su educación. Los simples soldados eran en general jóvenes analfabetos. Allí conoció al prusiano General Körner contratado para convertir al Ejército chileno en una réplica del severo militarismo alemán.
La vida en el regimiento le resultó penosa. Presenciaba todos los días la aplicación de la pena de azotes a los reclutas indisciplinados, con la guardia formada y un oficial que “como estatua cubierta de galones contemplaba la salvaje escena”. Escribió un cuaderno que llamó “Vida Militar” en el que describe los desfiles, las conversaciones de sus compañeros, los temores y todas las incidencias del cuartel. Expresó su condenación “a los ejércitos improvisados con la carne de cañón de tantos pobres diablos”.
Existe una foto donde aparece con uniforme de subteniente junto a su madre adoptiva, doña Emerenciana Véliz.
Rápidamente se dio cuenta de que no tenía aptitudes militares. Abandonó el regimiento a pesar de no divisar otra perspectiva laboral. Frecuentaba algunos círculos anarquistas y se dio a la vida bohemia. Había escrito algunos poemas en el cuartel y los publicó en periódicos de ínfimo tiraje como “El Clarín” y “La Nueva República”. El crítico Armando Donoso expresó un juicio lapidario sobre esos versos: “Escribe sobre todo y todo lo niega y demuele”.
UN “INCAPAZ DE TODO”
Consiguió un empleo como profesor auxiliar de catecismo y castellano en la Escuela San Fidel (ubicada en Diez de Julio entre San Diego y Gálvez), establecimiento sostenido por una congregación de monjas cuyo director era un español cojo. Después de un año de ejercicio fue despedido del cargo, luego de un mal examen de sus alumnos y porque la madre superiora dudaba de su catolicismo. El propio Pezoa reconoció que sus rendimientos en el colegio no habían sido ejemplares: “Me porté bastante mal. Falté a clases como cincuenta veces en el año”.
Era un hombre atormentado, con frecuentes dolores de cabeza y una neurosis incesante. El 16 de mayo de 1900 le escribió a su amigo Ignacio Herrera Sotomayor: “Cada día hago nuevos descubrimientos en mi carácter, descubrimientos desconsoladores que caen sobre mi espíritu con toda la seca pesadez de una paletada de tierra arrojada a un sepulcro que se cierra para siempre”. Se describe como: “Ignorante, flojo, débil, cobarde aturdido, enfermo, despreciado, incapaz de todo”.
Decidió huir de Santiago y tal vez viajar a Juan Fernández y convertirse en un Robinson Crusoe dedicado a la poesía. Su único equipaje fue una maleta de madera. Lloró mientras esperaba el tranvía hacia la Estación Mapocho junto a su amigo Ignacio Herrera. No llegó más allá de Valparaíso. Regresó a los pocos días sin un centavo en el bolsillo y con un negro ánimo de derrota. Estaba enamorado de Lorena Lecaros, una especie de Dulcinea a la que le dedicaba cartas y versos encendidos. Otro de sus amigos, Leopoldo Moya, conoció a la amada y la describe como “una mujer pintarrajeada y asquerosa” y agrega que era “pensionista de un burdel”.
Vivía en un conventillo, lejos de su hogar y disgustado con su familia. Para sobrevivir se unió al versificador ciego Juan Bautista Peralta para publicar una hoja de “La Lira Popular” que se vendía en el mercado central o en el Matadero. Usaba el seudónimo de Juan Mauro Bío Bío. Glosaban la crónica roja: un crimen en la calle Puente, un fusilamiento en Iquique, un bandolero campesino. Y como las entradas no eran suficientes Pezoa trabajó como calador de sandías en la Vega.
Estudiaba contabilidad y francés en un Instituto Comercial. Le eligieron secretario del “Ateneo Obrero” que tenía un buen local en Alameda frente a la Iglesia de San Francisco. En torno al Ateneo giraban personajes famosos del Partido Democrático: Malaquías Concha, Estanislao del Campo, Alejandro Bustamante, Artemio Gutiérrez. Realizaban recitales poéticos y acaloradas discusiones sobre el destino de Chile y el mundo.
Pezoa se ubicaba entre los rebeldes. Le parecía que la sociedad chilena era injusta y gazmoña; que las desigualdades eran aberrantes; que la vida literaria era elitista y pobre. Tenía fama de irónico e irascible. “Sin fe en nada -escribe- he adquirido un carácter burlón que me va convirtiendo en filósofo mientras huyen como golondrinas mis impresiones de poeta”.
Había concebido algunas ilusiones con su “Oda a la Independencia de Chile” que presentó a un concurso en el que no fue premiado. Jamás consiguió ningún galardón literario y no publicó libro alguno mientras vivió.
Había concebido algunas ilusiones con su “Oda a la Independencia de Chile” que presentó a un concurso en el que no fue premiado. Jamás consiguió ningún galardón literario y no publicó libro alguno mientras vivió.
BAUDELAIRE CRIOLLO
Un día vio pasar por la calle San Diego a la famosa soprano Sofía del Campo y le impresionó su belleza: “He paseado por la calle San Diego y he visto a Sofía del Campo, mujer inimitablemente hermosa, joven, tan linda que es difícil encontrar palabras que puedan modelar su hermosura sublime”.
No obstante su fascinación por las mujeres bellas decidió dar un viraje en su poco exitosa poesía. En 1900 hizo una declaración de principios: “Hasta aquí he cantado lo bello. Ahora voy a cantar lo feo, lo repugnante”. Le mostró a Herrera Sotomayor unas cincuenta poesías con esos temas escritas en pocas horas. El amigo las desaprobó. Pocos en Chile habían leído a Baudelaire y sus “Flores del Mal”. Estaba en boga “Naná” de Zolá que se leía como una novela prohibida. Era un libro favorito de Pezoa y del que extrajo un ideario estético.
Por fin, el 18 de junio de 1900, logró un trabajo estable. Ocupó el cargo de furriel en la escuadra de escolta del Ministerio de Defensa. Su tarea era archivar papeles. Estaba sometido a un riguroso horario y a una disciplina de burócrata militar que le fastidiaba. No duró mucho tiempo en el empleo. El 19 de noviembre de ese mismo año fue dado de baja “por incompetencia para llevar la documentación”.
Conoció entonces a Augusto D’Halmar, un joven y elegante escritor de imponente figura que deslumbraba al auditorio en el Ateneo de Santiago en las veladas realizadas en el Salón de Honor de la Universidad de Chile. D’Halmar le concedió el honor de acompañarle en largas caminatas y le hablaba de sus lecturas de la Biblia y de una colonia tolstoyana de escritores dedicados a leer la Biblia y a trabajar la tierra. Pezoa le pidió que lo incluyera pero su destino tuvo luego un giro que lo salvó de sus incesantes pellejerías.
En 1902 se estableció en Valparaíso. El 3 de agosto de 1903 fue recibido por la joven intelectualidad del puerto en el Ateneo de la Juventud. Recitó varios de sus poemas, entre ellos “El organillo” y “El Tren”. Habían pasado ya las penurias de sus primeros meses. El escritor Víctor Domingo Silva descubrió horrorizado que el joven recién llegado le hacía compañía a los serenos de un edificio junto a sus fogatas nocturnas y dormía en un lecho de sacos. Decidieron buscarle un dormitorio. El hermano de Víctor, Jorge Gustavo, era bibliotecario del Club Naval. Ubicaron allí el más cómodo de los sillones y solucionaron el problema. Pezoa dormía cubierto de diarios. Todas las noches le encerraban en la biblioteca y en las mañanas le sacaban del encierro para llevarle a desayunar.
D’Halmar hizo tal vez el mejor retrato físico del poeta: “Su voz impregnada de algo acerbo y mordaz como la brisa del mar sonaba desapacible, su paso era desigual como sus expresiones. En su boca sardónica brillaba inmoderadamente una tapadura de oro. Tenía finas las manos y las uñas cortas. Se veía que había peinado a la fuerza sus cabellos y sus ideas, que no lograba vestirse sino apenas disfrazarse de joven decente”.
El lapso entre 1902 y 1906 fue, pese a la neurosis y la mala salud del poeta, la mejor etapa de su vida. En 1902 consiguió en Viña del Mar un puesto de profesor en el Instituto Inglés. En ese tiempo escribió sus mejores poemas y editó un periódico satírico de buena acogida. Fundó el “Cenáculo del sol” para reunir a los poetas populares a versificar contrapuntos sobre lo humano y lo divino. El poeta Zoilo Escobar era uno de los mejores payadores. Pezoa también frecuentaba una Filarmónica anarquista donde “Se bailaba con señoritas obreras, se hacían peroratas enternecedoras sobre la fraternidad de la clase trabajadora, se improvisaban discursos líricos sobre los encantos de la mujer”.
Además de sus clases en el Instituto Inglés encontró una fuente de buenos ingresos: fue agente de avisos del diario “El Chileno” de gran tiraje. Las ganancias le dieron confianza en sí mismo. Compró trajes, arrendó un departamento confortable, se convirtió en un joven elegante amigo de los pobres.
En 1904 D’Halmar fue el primer auditor de “Pancho y Tomás”. El Ateneo de Santiago, dirigido por Samuel A. Lillo, le invitó a leer el poema a la capital en una velada realizada el 25 de junio de ese año. Pezoa viajó especialmente desde Viña. D’Halmar fue a esperarle a la Estación Mapocho. El diario “El Ferrocarril” comentó al día siguiente: “El señor Pezoa Véliz recitó sus versos sobre escenas campestres que le merecieron las más calurosas felicitaciones por la riqueza de su rima, la originalidad del desarrollo y el exuberante colorido de los cuadros”.
Nadie reparó en la fuerte crítica social del poema.
DE VUELTA DE LA PAMPA
En 1903 falleció su madre adoptiva y al poco tiempo el padre fue atropellado por un tranvía eléctrico que le cortó las dos piernas.
En 1905 el diario obrero le financió una gira periodística por la pampa salitrera. Pezoa quería, además, escribir un libro sobre el norte grande que llamaría “Tierra Bravía”. Estuvo en la oficina salitrera “Pampa Central” y en Chuquicamata. Le impactó la vastedad del desolado paisaje, la vida dura de los mineros, su primitivismo, sus salarios miserables:
“Hemos dejado el mineral de Chuquicamata donde asola el ánimo entristecido de quince infelices apuñalados en las fiestas de pago. Son las doce de un día hermoso, bajo el cual los cerros vecinos presentan la impasibilidad de sus laderas cuajadas de cobre”. Le llamó la atención la vida de gran cantidad de argentinos que eran trabajadores de la pampa y que habían impuesto algunas de sus costumbres como tomar mate a toda hora.
Estuvo en el Norte seis meses, escribió numerosos artículos y el relato “El Taita de la Oficina” además del poema “De vuelta de la pampa”: “Ya no hay carros en la rampa / la huella se larga en ella / la mula su paso estampa / y asoma una que otra estrella / como si ansiaran ver la pampa”.
Ese mismo año ingresó en Viña del Mar al Partido Liberal Democrático. Formó parte de la comisión de prensa del candidato presidencial Pedro Montt que resultó elegido. A partir de ahí su suerte cambió. El nuevo Alcalde Juan Magalhaes le designó secretario de la Municipalidad. Pezoa se dio a la tarea de reunir sus poemas para publicar el libro que todos le exigían. Nunca logró armar el volumen. Su producción le parecía detestable, apenas salvaba algunos poemas y se comprometió con el mismo a escribir otros, dignos de figurar en páginas permanentes. Sus ideas socialistas no le impedían vestir con esmero, lucía trajes de buenos paños y cortes, guantes, sombreros a la moda y hasta un bastón británico. Le gustaba rodearse de gente de buena situación económica y de viajeros que volvían de Europa y eran lectores de novedades literarias.
LA NOCHE DEL TERREMOTO
La vida le sonrió hasta el 16 de agosto de 1906. Ese día asistía a una tertulia en la casa de la familia Dagnino en la calle Traslaviña de Viña. De pronto sintieron unos sacudones terribles y cayeron las lámparas y los cuadros. Todos huyeron hacia la calle. Las casas de los alrededores empezaron a derrumbarse. Todo Valparaíso y Viña se estremecieron en unas convulsiones de la tierra que parecían interminables. “A los primeros sacudones -dice el cronista Aliaga Onel- toda la familia huyó pero el poeta lo hizo con tan mala suerte que al atravesar el patio quedó atrapado bajo una muralla. Habría quedado ahí si no hubiese gritado “señorita Isabel, sálveme, no me abandoné” (Isabel era la hija menor de la familia y tenía sólo 16 años). Lo rescató de entre los escombros de la muralla. El poeta quedó con las dos piernas fracturadas y perdió casi todos los dientes.
Esa noche llovía torrencialmente. Toda la región quedó a oscuras. El caos era indescriptible. No fue posible llevar al poeta sangrante y fracturado a una posta de primeros auxilios. Pasó toda la noche bajo una carreta en medio de dolores atroces. D’Halmar dice que lo encontró al día siguiente en la destruida Asistencia Pública de Viña. Se preocupó de llevarlo de inmediato al Hospital Alemán de Valparaíso donde fue hospitalizado en el pensionado. Ocupó una habitación amplia junto a un patio que lucía un hermoso pimiento y desde la cual se dominaba el panorama de Valparaíso destruido. Allí en cama escribió su poema “Tarde en el hospital Alemán”. El nombre del lugar fue suprimido en las primeras publicaciones del poema y por eso se creyó que había sido escrito en Santiago, en el Hospital San Vicente, lo que no es cierto.
Estuvo internado en el Hospital Alemán hasta octubre de 1906. Apoyado en dos muletas salió de allí a comienzos de noviembre. En el hospital le escribió cartas desesperadas a sus amigos: a Fernando Santiván, Guillermo Labarca Huberston, Augusto D’Halmar, Víctor Domingo Silva.
Sus correligionarios del Partido Liberal Democrático consiguieron que su nombre figurara en el libro de actas de la Municipalidad para conservarle el cargo y el sueldo.
La salud de Pezoa Véliz empeoraba y volvió al hospital. Los médicos diagnosticaron que padecía de una apendicitis crónica y decidieron operarle. La intervención tuvo desastrosas consecuencias: la herida no cicatrizó. Los amigos decidieron trasladarlo a Santiago con la esperanza de que lo trataran mejores médicos. Para tales efectos le internaron en el hospital San Vicente. La prolongada enfermedad y el fin del sueldo municipal habían dejado sin recursos al enfermo. Pasó del pensionado a una sala común denominada “Nuestra Señora del Carmen”. Allí le trato el Dr. Eduardo Cienfuegos que estableció que la causa de que no cicatrizaran las heridas tenían su origen en una tuberculosis al peritoneo. La tuberculosis pasó luego a los pulmones y se hizo general.
LARGA AGONÍA
El escritor Leonardo Peña, que acudió a verle al hospital y que presenció su larga agonía, recibió una dolorosa impresión: “La primera vez que le ví en su lecho de enfermo tenía el hermoso aspecto de un santo: grandes aureolas circundaban sus pesados párpados aumentando la intensidad religiosa de sus pupilas. Su frente parecía henchida del fervor taciturno de las ideas”.
El Dr. Cienfuegos fue el testigo más próximo de su larga agonía. Informa: “Las continuas pérdidas de peso le habían sumido en una flacura enorme. Estaba atado a aparatos clínicos. Debido a la herida en el vientre tenía adherido un estercolero. Era lamentable que tuviese que soportar su fetidez diaria. Cuando le hacíamos curaciones decía blasfemias. Parece que aquello le aliviaba”.
Un día le visitó D’Halmar de rigurosa etiqueta. Partía a la India. Venía de despedirse del Presidente Montt antes de hacerse cargo de un consulado en Calcuta. Pezoa le dijo “Que se vaya a ir solo!. Usted tan mal armado para las luchas cuando me debía haber llevado a mí que soy apto”.
En marzo de 1908 la revista “Sucesos” de Valparaíso hizo un llamado a los escritores a que fuesen a visitar al poeta al hospital. Viajaron a Santiago Zoilo Escobar y Víctor Domingo Silva que apenas pudieron contener las lágrimas en presencia del enfermo.
En esos días el poeta le dijo al Dr. Cifuentes “Sé que voy a morir pero lo único que deseo es llegar hasta la primavera para dar un paseo en coche contigo desde la Estación Central al Cerro Santa Lucía y ver las encinas verdes y la gente aunque sepa que después me voy a morir”.
En esos días el poeta le dijo al Dr. Cifuentes “Sé que voy a morir pero lo único que deseo es llegar hasta la primavera para dar un paseo en coche contigo desde la Estación Central al Cerro Santa Lucía y ver las encinas verdes y la gente aunque sepa que después me voy a morir”.
Se aferraba al Dr. Cienfuegos como al ser más querido. “Se fue convirtiendo en una especie de hijo mío” dijo el médico.
En las últimas semanas en el hospital vivía a fuerza de morfina. Su agonía duró cinco días. Uno de sus últimos deseos fue que su libro se llamara “Las Campanas de Oro”. Le pidió a Cienfuegos que lo editara con el producto de la venta de sus muebles y de su biblioteca.
Murió en la mañana del 21 de abril de 1908. Fue sepultado en un nicho perpetuo del Cementerio Católico junto a sus padres adoptivos.
Cuatro años después, en 1912, Ernesto Montenegro reunió numerosos poemas de Pezoa Véliz en un volumen que llamó “Alma Chilena”. En 1927 Armando Donoso hizo otra selección. Le agregó un estudio biográfico que contiene errores. Una biografía de Antonio de Undurraga publicada en 1951 destaca diez poemas fundamentales que le dan gloria a Pezoa Véliz y que fueron escritos en sus últimos años, los más fecundos de su creación. Ellos son “Pancho y Tomás”, “Tarde en el hospital”, “Teodorinda”, “El Pintor Pereza”, “A la criada”, “Fecundidad”, “El Organillero”, “De vuelta de la pampa”, “Entierro de campo”, “Una astucia de Manuel Rodríguez”.
Murió a los 29 años. Dudaba del valor de su obra. Noventa años después su poesía vive.
El Pintor Pereza
Este es un artista de paleta añeja
que usa una cachimba de color coñac
y habita una boharda de ventana vieja
donde un reloj viejo masculla: tic tac...
Tendido a la larga sobre un mueble inválido,
un bostezo larga, y otro, y otro: ¡tres!
¡Diablo de muchacho, pobre diablo escuálido,
pero con modorras de viejo burgués!
Cerca de él, cigarros fingen los pinceles,
sobre la paleta de extraño color:
sus últimos toques fueron dos claveles
para un cuadro sobre cuestiones de amor.
Cerca un lápiz negro de familia Faber
enristra la punta como un alfiler;
hay tufo a sudores y olor a cadáver,
hay tufo a modorras y olor a mujer.
Juan Pereza fuma, Juan Pereza fuma
en una cachimba de color coñac,
y mira unos cuadros repletos de bruma
sobre un hecho que hubo cerca del Rimac.
El pintor no lee. La lectura agobia,
y anteojos de bruma pone en la nariz;
Juan odia los libros, ve horrible a su novia,
y todas las cosas con máscara gris.
Su mal es el mismo de los vagabundos:
fatiga, neurosis, anemia moral,
sensaciones raras, sueños errabundos
que vagan en busca de un vago ideal.
Ni piensa, ni pinta, ni el humor ingenia.
¡Qué ha de pintar, si halla todo sin color!
Tiene hipocondría, tiene neurastenia,
y hace un gesto de asco si oye hablar de amor.
Mira un cuadro antiguo sin pensar en nada,
mira el techo, el humo, las flores, el mar,
una barca inglesa que ha tiempo está anclada
y unas acuarelas a medio empezar.
De un escritorillo sobre la cubierta
un ramo de rosas chorrea placer
y una obra moderna, rasgada y abierta,
muestra sus encantos como una mujer.
El pintor no lee. La lectura agobia:
Juan Valjean es bruto, necio Tartarín;
Juan odia los libros, ve horrible a su novia
y muere en silencio, de tedio, de esplín.
Sudores espesos empapan los oros
que el lacio cabello recoge del sol,
y se abren al beso del aire los poros
del rostro manchado con tintas de alcohol.
Y mientras el meollo puebla un chiste rancio,
que dicho con gracia fuera original,
una flor de moda muere de cansancio
sobre la solapa donde está el ojal.
Hay planchas que esperan el baño potásico;
un cuadro de otoño y una mancha gris,
una oleografía de un poeta clásico
con gestos de piedra y ojuelos de miss.
Juan Pereza fuma, Juan Pereza fuma
en una cachimba de color coñac,
y enfermo incurable de una larga bruma,
oye un reloj viejo que dice: tic tac...
Ni piensa ni pinta, ni el humor ingenia.
¡Qué ha de pintar si halla todo color gris!
Tiene hipocondría, tiene neurastenia
y anteojos de brumas sobre la nariz.
Así pasa el tiempo. Solo, solo el cuarto...
Solo Juan Pereza, sin hablar. ¿De qué?
Flojo y aburrido como un gran lagarto,
muerta la esperanza, difunta la fe.
La madre está lejos. A morir empieza,
allá donde el padre sirve un puesto ad hoc;
no le escribe nunca porque la pereza
le esconde la pluma, la tinta o el block.
Hace ya diez años que en el tren nocturno
y en un vagón de última dejó la ciudad;
iba un desertado recluta de turno
y una moza flaca de marchita edad.
Un gringo de gorra pensaba, pensaba...
Luego un cigarrillo... Y otro. ¿Fuma usted?
Luego un frasco cuyo líquido apuraba
para tanta pena, para tanta sed.
¡Tanta pena, tanta! Su llanto salobre
secaba una vieja de andrajoso ajuar;
iba un mercachifle y un ratero pobre
y una lamparilla que hacía llorar.
La vida... Sus penas. ¡Chocheces de antaño!
Se sufre, se sufre. ¿Por qué? ¡Porque sí!
Se sufre, se sufre... Y así pasa un año...
y otro año... ¡Qué diablo! la vida es así...
El Perro Vagabundo
Flaco, lanudo y sucio. Con febriles
ansias roe y escarba la basura;
a pesar de sus años juveniles,
despide cierto olor a sepultura.
Cruza siguiendo interminables viajes
los paseos, las plazas y las ferias;
cruza como una sombra los parajes,
recitando un poema de miserias.
Es una larga historia de perezas,
días sin pan y noches sin guarida.
Hay aglomeraciones de tristezas
en sus ojos vidriosos y sin vida.
Y otra visión al pobre no se ofrece
que la que suelen ver sus ojos zarcos;
la estrella compasiva que aparece
en la luz miserable de los charcos.
Cuando a roer mendrugos corrompidos
asoma su miseria, por las casas,
escapa con sus lúgubres aullidos
entre una doble fila de amenazas.
Allá va. Lleva encima algo de abyecto.
Le persigue de insectos un enjambre,
y va su pobre y repugnante aspecto
cantando triste la canción del hambre.
Es frase de dolor. Es una queja
lanzada ha tiempo, pero ya perdida;
es un día de otoño que se aleja
entre la primavera de la vida.
Lleva en su mal la pesadez del plomo.
Nunca la caridad le fue propicia;
no ha sentido jamás sobre su lomo
la suave sensación de una caricia.
Mustio y cansado, sin saber su anhelo,
suele cortar el impensado viaje
y huir despavorido cuando al suelo
caen las hojas secas del ramaje.
Cerca de los lugares donde hay fiestas
suele robar un hueso a otros lebreles,
y gruñir sordamente una protesta
cuando pasa un bull-dog con cascabeles.
En las calles que cruza a paso lento,
buscan sus ojos sin fulgor ni brillo
el rastro de un mendigo macilento
a quien piensa servir de lazarillo.
Nada
Era un pobre diablo que siempre venía
cerca de un gran pueblo donde yo vivía;
joven rubio y flaco, sucio y mal vestido,
siempre cabizbajo... ¡Tal vez un perdido!
Un día de invierno lo encontramos muerto
dentro de un arroyo próximo a mi huerto,
varios cazadores que con sus lebreles
cantando marchaban... Entre sus papeles
no encontraron nada... los jueces de turno
hicieron preguntas al guardián nocturno:
éste no sabía nada del extinto;
ni el vecino Pérez, ni el vecino Pinto.
Una chica dijo que sería un loco
o algún vagabundo que comía poco,
y un chusco que oía las conversaciones
se tentó de risa... ¡Vaya unos simplones!
Una paletada le echó el panteonero;
luego lió un cigarro; se caló el sombrero
y emprendió la vuelta...
Tras la paletada, nada dijo nada, nadie dijo nada...
Tarde en El Hospital
Sobre el campo el agua mustia
cae fina, grácil, leve;
con el agua cae angustia:
llueve
Y pues solo en amplia pieza,
yazgo en cama, yazgo enfermo,
para espantar la tristeza,
duermo.
Pero el agua ha lloriqueado
junto a mí, cansada, leve;
despierto sobresaltado:
llueve
Entonces, muerto de angustia
ante el panorama inmenso,
mientras cae el agua mustia,
pienso.
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